¿Qué se hace con las cenizas
cuando el incendio aún arde en casa?
¿Cómo se aconseja al viento
cuando cada palabra se la lleva el eco del ayer?
Soy hijo, pero me visten de juez, de consejero,
de faro en una tormenta que no sé cómo apagar.
Escucho, remiendo, sostengo,
pero mi sombra se consume
en el incendio de dos almas
que olvidaron cómo ser refugio.
Crecí a su lado mientras ellos aprendían a tropezar.
No los culpo, nadie nace sabiendo caminar sobre grietas,
pero me duele ser la cuerda
de un puente que se desmorona.
Los años que los destruyen
me desgastan a mí también,
porque intento pesar lo impalpable,
dar equilibrio a lo roto,
sin atreverme a admitir
que mi mayor miedo
es verlos soltarse para siempre.
No soy dueño del destino,
pero lo veo teñirse de despedidas.
No puedo ordenar lo irreversible,
pero mi alma llora en silencio
cuando dos voces que fueron abrigo
se convierten en cuchillas afiladas.
A veces cierro los ojos
y aún escucho las risas,
dulces como campanas lejanas,
pruebas de que alguna vez
fuimos algo más que escombros.
Pero hoy, con 22 y las manos vacías,
sigo siendo un niño
intentando recoger los fragmentos
de un hogar que se volvió cenizas pero de algún modo sigue ardiendo el caos.
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