Sin planearlo, emprendí un viaje breve, casi efímero, pero cargado de significado. Al volante, el destino me asignó a una mujer de voz cálida y sonrisa apacible, cuyo entusiasmo por la charla acortó aún más la distancia. Me contó que era psicóloga, aunque su verdadera fe residía en las energías, en el alma y en los hilos invisibles que el universo teje para que cada pasajero llegue hasta ella en el momento justo.
Se notaba en su mirada la pasión por su oficio, un fuego que ardía sin pretensiones, con la certeza de quien sabe que su misión va más allá de lo evidente. Y sin buscarlo, o tal vez con plena conciencia de ello —quién podría asegurarlo—, tejió con sus palabras respuestas a preguntas que dormían en algún rincón de mi ser.
Creía en su magia con la certeza de quien ha visto milagros. Y en ese breve trayecto, sin saber cómo, me llevó de la mano hasta los días en los que yo también creía en la mía.
¿Era este el instante exacto en el que debía estar? ¿La señal que, sin querer, había estado esperando? ¿O acaso solo un movimiento más en el tablero en el que mi mente y el destino juegan su interminable partida de ajedrez?
Sea cual fuere la verdad, atesoro la fortuna de haber compartido risas fugaces que, por un instante, silenciaron el caos y me devolvieron el alma.
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