En mi epitafio no quiero nada romántico.
A veces, el día se extiende como un océano infinito, y cuando la noche despliega su manto oscuro, me invade la certeza de que tal vez el alba nunca llegue. Paradójicamente, lejos de atemorizarme, esa idea me envuelve en una paz silenciosa, como el susurro de una brisa tras la tormenta.
Para muchos, el fin es un espectro sombrío; para un alma desesperada como la mía, es apenas el reflejo de la calma anhelada. ¿Qué puede quebrantar el espíritu de alguien tan joven? ¿Qué sendero me condujo a contemplar la posibilidad de que un mañana no siempre sea la mejor elección?
Dolor.
Desde mis primeros años, tuve que templar mi esencia con coraje y resistencia. Un cuerpo diminuto de cuatro años soportó, a los ocho resistió, a los quince se sostuvo y a los diecinueve avanzó. Pero a los veinte, me detuve. Miré atrás y me vi a mí misma: pequeña, herida, inquebrantable. Tan valiente como frágil, tan marcada como persistente. Y, por un instante, me pregunté si aún quedaba fuerza en mí para seguir. La misericordia puede ser violenta.
Y entonces, me encontré varada en el umbral del tiempo, entre lo que fui y lo que temía ser. Como un reloj de arena roto, con los granos suspendidos en el aire, incapaz de avanzar ni retroceder.
Me pregunté cuántas veces un corazón puede resquebrajarse antes de volverse polvo, cuántas cicatrices pueden habitar en un alma sin que esta pierda su luz. La respuesta nunca llegó, solo el eco de una verdad incómoda: había sobrevivido, pero ¿a qué costo?
El peso de los años vividos en silencio me aplastaba el pecho, recordándome que incluso la valentía se cansa. ¿Qué pasa cuando la armadura se vuelve tan pesada que deja de proteger y empieza a hundir? ¿Cuando la piel se acostumbra tanto a las heridas que deja de distinguir entre el dolor y la normalidad?
Por un instante, desee volver a ser aquella niña de cuatro años que, sin entenderlo todo, todavía podía creer en la magia de los días nuevos. Pero el tiempo es cruel y no concede treguas. Así que me quedé ahí, mirando mi reflejo en la sombra de mis recuerdos, preguntándome si aún quedaba dentro de mí la fuerza para seguir construyendo un mañana.
Cerré los ojos y, por primera vez, no quise abrirlos. La noche me llamó, y yo simplemente respondí.
Si mañana no hay un mañana, no teman por mi.
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