Perdón si en mi pecho solo habita el invierno; ya me han destrozado demasiadas primaveras.
Hubo un tiempo en que florecí, pero mis pétalos se marchitaron antes de que alguien pudiera
notarlo. Ahora, lo único que brota de mí son mis defectos, enredaderas torcidas que se aferran a mis miedos y se convierten en raíces profundas.
Aprendí, al precio de mis cicatrices, que no es tan malo ser el antagonista de la historia. No todos nacimos para la luz; algunos estamos hechos de sombras que se alargan en los atardeceres y se disuelven en madrugadas sin nombre. Todo es transitorio, incluso la vida. ¿Por qué habría de ser yo la excepción?
Fui el verdugo de las ilusiones de enero, el que empuñó la hoja afilada del desencanto y cercenó cualquier rastro de esperanza. No por crueldad, sino porque entendí que la fe ciega en los comienzos solo conduce a finales más amargos.
Me ata y me desata el deseo de tatuar mis caricias en tu piel, de marcarme en tu historia como algo más que un recuerdo pasajero. Pero eso supondría romper la maldición que llevo escrita en los huesos, y yo, que cargo con la desgracia como un apellido heredado, sé que mi suerte es una grieta imposible de sellar.
Me llamo martes trece, y nunca fui más que un mal augurio en la vida de los demás.
repetir su nombre siempre va a ser media estaca clavada en el pecho
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