martes, 18 de febrero de 2025

Manual poético para sanar la tristeza


Es natural que algunas cicatrices ardan con el paso del tiempo,

pero no dejes que su fuego consuma tu presente.

El pasado es un espectro hambriento,

y si le das de comer, devorará tu ahora.


Si últimamente la cama se ha vuelto un refugio impenetrable,

si las sábanas te abrazan con una dulzura que el mundo no te ofrece,

si la multitud te sofoca y las visitas te erosionan la calma,

puede que la tristeza ya haya puesto su morada en ti.


No siempre llega con estruendo,

a veces se desliza en la noche,

como un ladrón de almas que camina de puntillas,

para que no notes que, sin querer,

has comenzado a llamarla hogar.


Te sientes seguro en tu cueva,

allí donde nadie puede herirte,

pero lo que hoy es un refugio,

mañana será una cárcel con barrotes de tu propia mente.

Y cuanto más tiempo pases dentro,

más difícil será recordar cómo era el sol.


Si tu cabeza es un huracán de pensamientos,

pero tu cuerpo yace inmóvil,

es porque las conexiones de tu alma

se han enredado como raíces secas

y es hora de arrancarlas con la furia de quien quiere vivir.


Lo que nadie te dice es cómo escapar del abismo

cuando el abismo se ha convertido en parte de ti.

Pero hay grietas en la sombra.

Y por ellas, aún puede entrar la luz.


Haz lo siguiente: 


🌿 Canta, aunque tu voz suene rota, aunque solo sean susurros.

🌒 Sal de casa, aunque duela, aunque cada paso pese como plomo.

🎧 Protege tu alma con música, que tu playlist sea un conjuro contra el ruido del mundo.

🎨 Haz arte con tu tristeza, pero hazlo al aire libre,

que el viento sea testigo de que aún existes.

🤝 Oblígate a compartir momentos:

un café que caliente más que las manos,

un tereré entre silencios cómplices,

un paseo donde no importe el destino,

solo el hecho de moverse.


Y sobre todo, recuerda:

tu ausencia no alivia a nadie,

tu presencia no es un estorbo.


Es tu mente la que te juega un juego cruel,

un ajedrez donde la reina de la tristeza

quiere hacerte creer que no hay más movimientos posibles.


Pero sí los hay.

Y si dejas que alguien sostenga tu mano,

tal vez descubras que nunca estuviste realmente solo y que la tristeza es pasajera, una pasajera que se va 

Sin título

Si sanar mis heridas supone tu destrucción, por favor, no te acerques. No quiero que mi sombra oscurezca tu luz, ni que mis cicatrices se conviertan en las tuyas. Pero si sanar las tuyas significa mi ruina, entonces que así sea. Me entrego a tu dolor sin titubeos, sin condiciones, sin miedo.


No existiría pérdida más grande que ver tus sueños hechos añicos, esparcidos como cristales rotos que jamás podrán volver a encajar. Si el mundo te arrebata la esperanza, yo te la devolveré. Si olvidas cómo respirar, te enseñaré a hacerlo de nuevo. Voy a mostrarte que la vida, incluso en su crudeza, aún guarda motivos para aferrarse a ella.


Y cuando llegue mi hora, cuando me encuentre al filo del abismo y el vacío me reclame, saltaré con una sonrisa en los labios. No por resignación, sino por certeza. Porque habré vencido a la vida en su propio juego. No importará mi caída si antes logré sostenerte en pie. No importará mi final si, en el proceso, gané la batalla más importante de todas: la tuya.

miércoles, 12 de febrero de 2025

Veintidós.

 ¿Qué se hace con las cenizas

cuando el incendio aún arde en casa?

¿Cómo se aconseja al viento

cuando cada palabra se la lleva el eco del ayer?


Soy hijo, pero me visten de juez, de consejero,

de faro en una tormenta que no sé cómo apagar.

Escucho, remiendo, sostengo,

pero mi sombra se consume

en el incendio de dos almas

que olvidaron cómo ser refugio.


Crecí a su lado mientras ellos aprendían a tropezar.

No los culpo, nadie nace sabiendo caminar sobre grietas,

pero me duele ser la cuerda

de un puente que se desmorona.


Los años que los destruyen

me desgastan a mí también,

porque intento pesar lo impalpable,

dar equilibrio a lo roto,

sin atreverme a admitir

que mi mayor miedo

es verlos soltarse para siempre.


No soy dueño del destino,

pero lo veo teñirse de despedidas.

No puedo ordenar lo irreversible,

pero mi alma llora en silencio

cuando dos voces que fueron abrigo

se convierten en cuchillas afiladas.


A veces cierro los ojos

y aún escucho las risas,

dulces como campanas lejanas,

pruebas de que alguna vez

fuimos algo más que escombros.


Pero hoy, con 22 y las manos vacías,

sigo siendo un niño

intentando recoger los fragmentos

de un hogar que se volvió cenizas pero de algún modo sigue ardiendo el caos.

Un Martes extraño.

 Sin planearlo, emprendí un viaje breve, casi efímero, pero cargado de significado. Al volante, el destino me asignó a una mujer de voz cálida y sonrisa apacible, cuyo entusiasmo por la charla acortó aún más la distancia. Me contó que era psicóloga, aunque su verdadera fe residía en las energías, en el alma y en los hilos invisibles que el universo teje para que cada pasajero llegue hasta ella en el momento justo.


Se notaba en su mirada la pasión por su oficio, un fuego que ardía sin pretensiones, con la certeza de quien sabe que su misión va más allá de lo evidente. Y sin buscarlo, o tal vez con plena conciencia de ello —quién podría asegurarlo—, tejió con sus palabras respuestas a preguntas que dormían en algún rincón de mi ser.


Creía en su magia con la certeza de quien ha visto milagros. Y en ese breve trayecto, sin saber cómo, me llevó de la mano hasta los días en los que yo también creía en la mía.


¿Era este el instante exacto en el que debía estar? ¿La señal que, sin querer, había estado esperando? ¿O acaso solo un movimiento más en el tablero en el que mi mente y el destino juegan su interminable partida de ajedrez?


Sea cual fuere la verdad, atesoro la fortuna de haber compartido risas fugaces que, por un instante, silenciaron el caos y me devolvieron el alma.

sábado, 8 de febrero de 2025

Sin nombre



Perdón si en mi pecho solo habita el invierno; ya me han destrozado demasiadas primaveras


Hubo un tiempo en que florecí, pero mis pétalos se marchitaron antes de que alguien pudiera 

notarlo. Ahora, lo único que brota de mí son mis defectos, enredaderas torcidas que se aferran a mis miedos y se convierten en raíces profundas.


Aprendí, al precio de mis cicatrices, que no es tan malo ser el antagonista de la historia. No todos nacimos para la luz; algunos estamos hechos de sombras que se alargan en los atardeceres y se disuelven en madrugadas sin nombre. Todo es transitorio, incluso la vida. ¿Por qué habría de ser yo la excepción?


Fui el verdugo de las ilusiones de enero, el que empuñó la hoja afilada del desencanto y cercenó cualquier rastro de esperanza. No por crueldad, sino porque entendí que la fe ciega en los comienzos solo conduce a finales más amargos.


Me ata y me desata el deseo de tatuar mis caricias en tu piel, de marcarme en tu historia como algo más que un recuerdo pasajero. Pero eso supondría romper la maldición que llevo escrita en los huesos, y yo, que cargo con la desgracia como un apellido heredado, sé que mi suerte es una grieta imposible de sellar.


Me llamo martes trece, y nunca fui más que un mal augurio en la vida de los demás.








 repetir su nombre siempre va a ser media estaca clavada en el pecho 

miércoles, 5 de febrero de 2025

El dolor sigue siendo perpendicular


El tiempo se deslizó entre mis dedos como arena fugaz en un reloj roto. Veintitrés veces giró la tierra, y sin embargo, el dolor se alza nuevamente, inmóvil, perpendicular a los días que intento construir. No es que me aferre a las sombras del ayer, es que nunca supe dejarlas en su sitio. No quedaron ancladas en un rincón del pasado, sino que se enredaron en mis pasos, siguiéndome como un eco que nunca aprendió a callar.


Antes, cuando tenía diez, el peso de la incertidumbre se sentaba junto a mi cama y me susurraba preguntas sin respuestas. “¿Por qué?”, insistía mi mente infantil, buscando sentido en lo que solo el tiempo podría destejer. Hoy, la duda ya no arde como entonces, pero sigue habitándome con la misma presencia de una herida cicatrizada que aún recuerda el filo que la abrió.


El insomnio rara vez me visita. He aprendido a someter mi cuerpo y mi mente a la fatiga extrema, como si el agotamiento pudiera sellar las grietas por donde se filtran los recuerdos. Corro, trabajo, me hundo en el bullicio del mundo, negándole a la noche la oportunidad de traerme de vuelta a esos pasillos oscuros de la memoria.


Pero a veces, en el último parpadeo antes de entregarme al sueño, el pasado se desliza sigiloso, me roza la piel como un viento frío, y entiendo que hay dolores que no desaparecen, solo aprenden a dormir dentro de uno, esperando el momento en que el silencio les permita despertar.

sábado, 1 de febrero de 2025

Sí mañana no hay un mañana

 En mi epitafio no quiero nada romántico. 

A veces, el día se extiende como un océano infinito, y cuando la noche despliega su manto oscuro, me invade la certeza de que tal vez el alba nunca llegue. Paradójicamente, lejos de atemorizarme, esa idea me envuelve en una paz silenciosa, como el susurro de una brisa tras la tormenta.


Para muchos, el fin es un espectro sombrío; para un alma desesperada como la mía, es apenas el reflejo de la calma anhelada. ¿Qué puede quebrantar el espíritu de alguien tan joven? ¿Qué sendero me condujo a contemplar la posibilidad de que un mañana no siempre sea la mejor elección?


Dolor.


Desde mis primeros años, tuve que templar mi esencia con coraje y resistencia. Un cuerpo diminuto de cuatro años soportó, a los ocho resistió, a los quince se sostuvo y a los diecinueve avanzó. Pero a los veinte, me detuve. Miré atrás y me vi a mí misma: pequeña, herida, inquebrantable. Tan valiente como frágil, tan marcada como persistente. Y, por un instante, me pregunté si aún quedaba fuerza en mí para seguir. La misericordia puede ser violenta. 


Y entonces, me encontré varada en el umbral del tiempo, entre lo que fui y lo que temía ser. Como un reloj de arena roto, con los granos suspendidos en el aire, incapaz de avanzar ni retroceder.


Me pregunté cuántas veces un corazón puede resquebrajarse antes de volverse polvo, cuántas cicatrices pueden habitar en un alma sin que esta pierda su luz. La respuesta nunca llegó, solo el eco de una verdad incómoda: había sobrevivido, pero ¿a qué costo?


El peso de los años vividos en silencio me aplastaba el pecho, recordándome que incluso la valentía se cansa. ¿Qué pasa cuando la armadura se vuelve tan pesada que deja de proteger y empieza a hundir? ¿Cuando la piel se acostumbra tanto a las heridas que deja de distinguir entre el dolor y la normalidad?


Por un instante, desee volver a ser aquella niña de cuatro años que, sin entenderlo todo, todavía podía creer en la magia de los días nuevos. Pero el tiempo es cruel y no concede treguas. Así que me quedé ahí, mirando mi reflejo en la sombra de mis recuerdos, preguntándome si aún quedaba dentro de mí la fuerza para seguir construyendo un mañana.


Cerré los ojos y, por primera vez, no quise abrirlos. La noche me llamó, y yo simplemente respondí.


Si mañana no hay un mañana, no teman por mi.