Nadie es un paisaje sin sombras ni un río de aguas siempre tranquilas. Somos tempestades y amaneceres, cicatrices y destellos, historia escrita con heridas y caricias.
Algunos llevan el peso del silencio en sus hombros, otros visten de orgullo como armadura. Hay quienes se reflejan en charcos de inseguridad y quienes se elevan sobre cimas de soberbia. Todos, sin excepción, llevamos grietas en el alma, secretos que duermen en la penumbra, palabras que nunca se atrevieron a ser pronunciadas.
Pero ni una sombra nos convierte en villanos, ni un destello nos hace santos. No somos absolutos, sino matices. Y quizás ahí radique el milagro: en aceptar la lluvia y el sol dentro de nosotros, en comprender que somos bosque y desierto, calma y tempestad.
Solo quien abraza sus contrastes halla la paz en su propia existencia. Porque no se trata de ser perfectos, sino de aprender a ser.
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