¿Pierde su valor lo que termina en la calle?
Miras a tu alrededor y ahí están: relojes que alguna vez marcaron las horas más felices de alguien, ahora oxidados en un puesto ambulante; pinturas que alguna vez hicieron llorar a su dueño, hoy sin un nombre que las firme; zapatos de diseñador que recorrieron alfombras rojas y hoy pisan el lodo de una acera cualquiera. Todo lo que un día fue indispensable, ahora es solo estorbo. Se vende por monedas. Se olvida.
Así pasa también con las promesas, con los amores que juraron ser eternos y terminaron rematados en alguna esquina del olvido. Todo lo que alguna vez fue tesoro, tarde o temprano se vuelve carga. Nos aferramos a nombres que un día nos estremecieron la piel, hasta que los pronunciamos tanto que pierden su magia. Guardamos cartas, recuerdos, palabras susurradas con urgencia… hasta que un día ya no significan nada.
Yo lo sé. Yo también fui algo desechado. Caminé calles donde las miradas me atravesaban como si no existiera, donde las voces hablaban sobre mí, pero nunca para mí. Aprendí que el olvido no es un acto repentino, sino un desgaste lento, como el oro que pierde su brillo, como la tinta que se borra de una carta de amor vieja.
Tal vez por eso amo lo que otros llaman despojos. Porque sé lo que es ser un recuerdo incómodo, un peso muerto en la conciencia de alguien. Sé lo que es ser querido un día y basura al siguiente. Sé lo que es gritar en silencio y escuchar solo el eco del propio abandono.
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