Crecí en la cuna del dolor, me mecieron las sombras, pero aun así aprendí a reír. A reír con la furia de quien sabe que la felicidad es un relámpago, un parpadeo en medio de la tormenta. A reír con la desesperación de quien teme que el silencio lo devore.
No llores por mí. Amé con todo el peso de mi alma, y fui amada en destellos fugaces. Conocí la dulzura del amor y su filo cortante, viví momentos que parecían eternos hasta que se deshicieron en mis manos como arena. Probé la amistad sincera, sentí el calor de una familia, aunque nunca supe si realmente pertenecía a algo.
Desde hace tiempo supe mi destino. No porque no luchara, sino porque hay batallas que nacen perdidas. No completé todos mis sueños, pero los sostuve en mis dedos hasta que se hicieron cenizas. Me aferré a los rostros que iluminaron mis días, a las voces que me llamaban a quedarme, pero debo entender que el amor no es una cadena y yo no puedo ser una carga.
He caminado demasiado con los pies heridos, he llevado sobre mi pecho un peso que ya no puedo sostener. Es mi momento de soltar. De abrir las manos y dejar que el viento me lleve lejos, a un lugar donde el dolor no me alcance.
Agradezco todo. Lo bueno, lo malo, lo que me construyó y lo que me rompió. Agradezco haber sentido, haber sido. Y si algo me queda, es la certeza de que fui valiente hasta el final.
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